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domingo, 8 de diciembre de 2013

lugares donde existe oro

PAISAJE ASCÉTICO, ENTRAÑA DEL ORO
América precolombina desconoció el hierro, pero tuvo el oro, en un mundo regido, según Doehring, por el terror y la belleza. En toda América hubo, en la época lítica y premetalúrgica, oro nativo o puro que no necesitaba fundirse ni beneficiarse con azogue, en polvo o en pepitas o granos que se recogían en los lavaderos de los ríos o en las acequias; pero se desconoció, por lo general, el arte de beneficiar las minas. "La mayor cantidad que se saca de oro en toda la América –dice el Padre Cobo– es de lavaderos". Decíase que el oro en polvo era de tierras calientes. Pero la veta estaba escondida en las tierras frías y desoladas, en las que el oro, mezclado con otros metales, necesitaba desprenderse de la piedra y "abrazarse" con el mercurio, como decían los mineros, con simbolismo nupcial. El oro y la plata encerrados en los sótanos de la tierra se guardaban, según los antiguos filósofos –según recuerda el Padre Acosta–, "en los lugares más ásperos, trabajosos, desabridos y estériles". "Todas las tierras frías y cordilleras altas del Perú, de cerros pelados y sin arboleda, de color rojo, pardo o blanquecino –dice el jesuita, Padre Cobo– están empedradas de plata y oro". Un naturalista alemán del siglo XVIII, gran buscador de minas, dirá que "las provincias de la sierra peruana son las más abundantes en minas y al mismo tiempo las más pobladas y estériles" (Helms). "Se puede considerar toda la extensión de la cordillera de los Andes, en mayor o menor grado, como un laboratorio inagotable de oro y plata". Y lo confirmará, con su estro vidente y popular, el poeta de la Emancipación al invocar en su Canto a Junín como dioses propicios y tutelares, dentro de la sacralidad proverbial del oro, "a los Andes..., las enormes, estupendas / moles sentadas sobre bases de oro, / la tierra con su peso equilibrando". Puede establecerse, así, una ecuación entre la desolación y aridez del suelo y la presencia sacra del oro. Y ninguna tierra más desamparada y de soledades sombrías, que esa vasta oleada terrestre erizada de volcanes y de picos nevados, que es la sierra del Perú y la puna inmediata –"el gran despoblado del Perú", según Squier– que parece estar, fría y sosegadamente, aislada y por encima del mundo, despreciativa y lejana, en comunión únicamente con las estrellas. De ellas brota la tristeza y el fatalismo de sus habitantes –la tristeza invencible del indio, según Wiener– y sus vidas "casi monásticas", grises y frías como la atmósfera de las altas mesetas y en las que la felicidad es hermana del hastío. Es casi el marco ascético de renunciamiento y de pureza que, en los mitos universales del oro, se exige por los astrólogos y los hiero-fantes, para el advenimiento sagrado del metal perfecto, que arranca siempre de un holocausto o inmolación primordial.
El oro argentífero y la plata, su astral compañera, abundaron en todas las regiones de la América prehispánica, aunque no se descubriera sino aquella que arrastraban los ríos o estaba a flor de tierra. El oro asomó, por primera vez, ante los ojos alucinados del Descubridor, como una materialización de sus sueños sobre el Catay y de la lectura del Il Milione en la Isla Española, ante las riquezas del Cibao, que se pudo confundir, por la obsesión de las Indias, con Cipango. Y surgió, luego, en la isla de San Juan, dando nombre a Puerto Rico, y en Cuba. Llegaron, entonces, los gerifaltes de la conquista, poseídos de la fiebre amarilla del oro, que, según el historiador sajón y el donaire de Lope, "so color de religión / van a buscar plata y oro / del encubierto tesoro". Surgió más tarde "la joyería" de México, que capturó Cortés, hasta dar con "la rueda grande con la figura de un monstruo en medio", que se robó, en medio del mar, el corsario francés Juan Florín. Sierras y cursos fluviales de la Nueva España estuvieron cargados de oro, por lo que dijo el cronista Herrera que en toda ella "no hay río sin oro". Y el oro surgió, en Veragua y en Caribana, custodiado no ya por toros que despedían llamas o por dientes de dragón sembrados en la tierra, que pudieran vencerse, como en el mito griego, con la ayuda de Medea, sino defendido por caribes antropófagos, con clavos de oro en las narices y con las flechas envenenadas, más mortíferas que los caballos y los arcabuces. Los espejismos dorados de Tubinama, de Dabaibe y del Cenú –donde el oro se pescaba con redes y había granos como huevos de gallina–, decidieron las razzias de Balboa y Espinosa contra los naturales de Tierra Firme, abrieron el camino de la Mar del Sur, reguero de sangre que esmaltan las perlas del golfo de San Miguel y las esmeraldas de Coaque. A las espaldas de las Barbacoas, de la región de los manglares y del Puerto del Hambre, donde los soldados de Pizarro cumplen la ascética purificación que exige el hallazgo de la piedra filosofal, según la liturgia del Medioevo, estaba el reino de los Chibchas, que dominaron la técnica del oro, lo mezclaron con el cobre y crearon el oro rojo de la tumbaga, inferior en quilates y en diafanidad al oro argentífero del Perú.

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