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lunes, 9 de diciembre de 2013

palacios y tesoros incaicos

PALACIOS Y TESOROS INCAICOS
Tanto como el esplendor del Coricancha fue, a medida que crecía el poderío incaico, el fausto y el derroche en los palacios incaicos. El Inca y sus servidores resplandecen de oro y pedrerías. El Inca y su corte visten con camisetas bordadas de oro, purapuras, diademas y ojotas de oro. La vajilla del Inca y de los nobles es toda de oro. "Todo el servicio de la casa del rey –dice Cieza–,así de cántaros para su uso como de cocina, todo era de oro y plata". Beber en vaso de oro era hidalguía de señores y signo de paz. De oro eran los atambores y los instrumentos de música, engastados en pedrería. El Inca Pachacútec dio en usar, después de su triunfo, en vez de la borla de lana encarnada de sus antepasados, una mascapaicha cuajada de oro y de esmeraldas. El asiento del Inca o tiana, escaño o silla baja, que era de oro macizo de 16 quilates "guarnecido de muchas esmeraldas y otras piedras preciosas" y fue el trofeo de Pizarro en Cajamarca, valió 25 mil ducados de buen oro, según Garcilaso. La litera del Inca o andas cargadas por 25 hombres eran –según los cargadores del Inca, con quienes Cieza habló– tan ricas, "que no tuvieran precio las piedras preciosas tan grandes y muchas que iban en ellas, sin el oro de que eran hechas".
La opulencia de los palacios incaicos tendía, además, a ser eterna. No perece, y se dispersa como la de los monarcas occidentales, con la muerte. Cada Inca al morir deja intacto su palacio, con su vajilla y joyas que su sucesor no podrá tocar. El nuevo Inca deberá edificar nuevo palacio y mandar a los orfebres de todo el reino que le fabriquen nuevos cántaros y tupus y diademas. Cada palacio incaico queda, así, como un museo o joyel de los antiguos Incas: en él se custodia, además, por su clan o panaca, su busto o quaoqui fundido en oro, mientras su momia hace guardia junto a sus antecesores en la capilla del Sol del Coricancha. En Písac, en "una bóveda de tres salas", estaba el tesoro fabuloso de Pachacútec; en Chincheros el de Túpac Yupanqui y los de Huayna Cápac, en Caxana y en Yucay. El oro del triunfo se convierte, así, en oro ritual y en prisionero del fatum incaico; por ello, según el cronista Pedro Pizarro, "la mayor parte de la gente y tesoros y gastos y vicios estaba en poder de los muertos", al punto de que el Inca Huáscar, poseído de un demoníaco y fatídico propósito, anunció que habría de mandar enterrar a todos los bultos de los Incas, porque los muertos y no los vivos "tenían lo mejor de su reino".

LOS INCAS Y SU MITICO TESORO

EL ORO: MITO INCAICO
Los Incas no inventaron las técnicas del oro; pero el oro fulgura, desde el primer momento de su aparición, en el valle de Vilcanota en los mitos de Tamputocco y Pacarictampu, como atributo esencial de su realeza, de su procedencia solar por la identificación de sol y oro en la mítica universal y de su mandato divino. Una fábula costeña, adaptada en la dominación incaica, relataba que del cielo cayeron tres huevos, uno de oro, otro de plata y otro de cobre, y que de ellos salieron los curacas, las ñustas y la gente común. El oro es, pues, señal de preeminencia y de señorío, de alteza discernida por voluntad celeste. Los fundadores del Imperio, las cuatro parejas paradigmáticas presididas por Manco Cápac, usan todavía la honda de piedra para derribar cerros, pero traen ya, como pasaporte divino, sus arreos de oro para deslumbrar a la multitud agrícola en trance de renovación. Los cuatro hermanos Ayar portan alabardas de oro, sus mujeres llevan tupus resplandecientes y en las manos auquillas o vasos de oro para ofrecer la chicha nutricia de la grandeza del Imperio. La figura de Manco, el fundador del Cuzco y de la dinastía imperial incaica, fulge de oro mágico solar y sobrenatural. Una fábula cuzqueña refiere que la madre de Manco colocó en el pecho de éste unos petos dorados y en la frente una diadema y que con ellos le hizo aparecer en la cumbre de un cerro, donde la reverberación solar le convirtió ante la multitud en ascua refulgente y le consagró como hijo del sol. En los cantares incaicos el dios Tonapa, que pasa fugitivo y miserable por la tierra, deja en manos de Manco un palo que se transforma luego en el tupayauri o cetro de oro, insignia imperial de los Incas. Manco sale en la leyenda de Tamputocco de una ventana, la Capactocco, enmarcada de oro, y marcha llevando en la mano el tupayauri o la barreta de oro que ha de hundirse en la tierra fértil y que le ha de defender de los poderes de destrucción y del mal. Mientras sus hermanos son convertidos en piedra, él detiene el furor demoníaco de las huacas que le amenazan y fulmina con el tupayauri a los espíritus del mal que se atraviesan en su camino. En retorno, cuando Manco manda construir la casa del Sol –el Inticancha–, ordena hacer a los "plateros" una plancha de oro fino, que significa "que hay Hacedor del cielo y tierra" y la manda poner en el templo del Sol y en el jardín inmediato a éste, a la vez que hace calzar de oro las raíces de los árboles y colgar frutos de oro de sus ramas.
El oro se convierte para los Incas en símbolo religioso, señal de poderío y blasón de nobleza. El oro, escaso en la primera dinastía, obtenido penosamente de los lavaderos lejanos de Carabaya, brilla con poder sobrenatural en los arreos del Inca –en el tupayauri, los llanquis u ojotas de oro, la chipana o escudo y la parapura o pectoral áureo– y se reserva para las vasijas del templo y la lámina de oro que sirve de imagen del sol colocada hacia el Oriente, que debe recibir diariamente los primeros rayos del astro divino y protector. La mayor distinción y favor de la realeza incaica a los curacas aliados y sometidos, será iniciarles en el rito del oro, calzándoles las ojotas de oro y dándoles el título de apu. Y los sacerdotes oraban en los templos para que las semillas germinasen en la tierra, para que los cerros sagrados echasen oro en las canteras y los Incas triunfasen de sus enemigos.
Los triunfos guerreros de los Incas encarecen el valor mítico del oro y su prestancia ornamental. El Inca vencedor exige de los pueblos vencidos el tributo primordial de los metales y el oro que ha de enriquecer los palacios del Cuzco y el templo de Coricancha. Todo el oro del Collao, de los Aymaraes y de Arequipa, y por último del Chimú, de Quito y de Chile, afluye al Cuzco imperial. Los ejércitos de Pachacútec vuelven cargados de oro, plata, umiña o esmeraldas, mulli o conchas de mar, chaquira de los yungas, oro finísimo del Tucumán y los Guarmeaucas, tejuelos de oro de Chile y oro en polvo y pepitas de los antis. El mayor botín dorado fue, sin embargo, el que se obtuvo después del vencimiento del señor del Gran Chimú, en tiempo de Pachacútec. El general Cápac Yupanque, hermano del Inca y vencedor de los yungas de Chimú, reúne en el suelo de la plaza de Cajamarca –donde más tarde habría de ponerse el sol de los Incas, con otro trágico reparto– el botín arrebatado a la ciudad de Chanchán y a los régulos sometidos al Gran Chimú y a su corte enjoyada y sensual, en el que contaban innumerables riquezas de oro y plata y sobre todo de "piedras preciosas y conchas coloradas que estos naturales entonces estimaban más que la plata y el oro".